“No podía fingir más”
El día en que Graciela Balestra abrió la puerta sintió que podía respirar 10 mil primaveras juntas, correr hasta desmayarse y beberse la vida en un solo trago. “Sentía que el corazón me iba a estallar, que tanta alegría no cabía dentro de mi cuerpo. Quería gritarle al mundo que era feliz”, recuerda con ojos sin nubes y una sonrisa sincera.
Cuando Graciela, ingeniera y psicóloga, salió del closet tenía 36 años, 13 de matrimonio y dos hijas pequeñas. Pero se animó, y decidió asomarse a un mundo que llevaba décadas negando. “¡No tenía que fingir más!”, dice acentuando, casi sin querer, el no. “Nadie que haya tenido que pasarse una vida mintiendo puede entender lo que pesa fingir, lo que se sufre, lo que cuesta esa angustia”.
Y a ella le costó caro.
Un día consultó por un catarro y le descubrieron un tumor en un pulmón. “Fue el corolario de un sinfín de dolencias somáticas. Yo vivía enferma y qué casualidad que lo más grave que me pasó tuviera que ver con no poder respirar, con ahogarse…”. Lo que a Graciela le cerraba la garganta era justamente lo que no podía decir: que siempre se enamoraba de mujeres.
Asumir lo que no entra en la cabeza
“El primer recuerdo que tengo de la cuestión, y me acuerdo muy bien, fue un día a los cinco años en el que le pregunté a mi mamá qué podía hacer para convertirme en varón”, dice, pero aclara que la pregunta no escondía ninguna necesidad fálica. “Ojo. Yo no quería convertirme en nene, yo quería encontrarle una vuelta ‘normal’ al hecho de que me gustaran las nenas”. Mamá, obvio, contestó que nada podía hacerse y Graciela sintió que una persiana se bajaba para siempre. Siete años de primaria y cinco años de secundaria en un colegio religioso en Caballito terminaron de cerrar el candado.
“Tuve un montón de amores platónicos, en los que me enamoraba perdidamente de alguna amiga. Obvio, la chica en cuestión no se enteraba y yo sufría una barbaridad pero no tanto de desamor sino de la culpa que me daba asumir que me gustaban las mujeres”.
A pesar de estas evidencias, a los 22 años Graciela se casó con su primer novio. “Lo quería mucho, y lo sigo queriendo, pero no era amor”, dice como explicándoselo.
Tuvieron dos hijas. Ella asegura: “Hubiera tenido más. Porque siempre tuve claro que quería ser mamá”. Mientras tanto la vida seguía, Graciela se había recibido de ingeniera, era catequista y daba clases en la Universidad Católica. Un mundo en el que asumirse como lesbiana no entraba en la cabeza de nadie, aunque la suya estuviera a punto de estallar: “Me atormentaba, pensaba que lo que sentía era anormal, que no tenía cura y que era la única persona en el mundo a la que le pasaba. Nunca, jamás, lo pude hablar con nadie”.
“¿No será que…?”
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Pero no hay mal que dure cien años, ni culpa que dure mil. Cuando a Graciela la operaron del pulmón su vida dio un giro. “Por suerte fue benigno, pero tuve muchísimo miedo a morirme. Y empecé a plantearme qué era lo que estaba haciendo de mi vida. Y todo se recrudeció”. Aunque había salido bien de la operación, empezó a sentirse cada vez peor. “Sufría muchísimo. No podía sacarme de la cabeza lo que quería ser, pero tampoco podía soportar el hecho de hacerle daño a los que quería, mis hijas, mi marido, mis padres. La culpa era terrible”.
Graciela empezó terapia, pero eso tampoco parecía ayudarla. “Tardé años hasta que pude hablar del tema. Un día en una sesión me animé a decir ‘¿no será que lo que me pasa es que me gustan las mujeres?, pero encontré prejuicios en una profesión en la que nunca los debería haber. Tuve terapeutas que me dijeron que me olvidara del tema. Seguí buscando hasta que pude encontrar la profesional que me ayudó a reconocerme”. No fue fácil. “Una vez casi me mato en la Panamericana. Iba a no sé cuántos kilómetros por hora, con la cabeza a mil y casi choco. Cuando paré en la banquina me di cuenta que así no podía seguir”. Y no siguió.
Cambio de vida
En una sesión, su analista le recomendó conectarse con otras mujeres a las que les pasara lo mismo. “Fui a un grupo de reflexión de una ONG y cuando escuché lo que contaban otras chicas, dije ‘esto es lo mío’. A veces parece mentira, yo era profesional, había ido a la universidad, miraba la tele, veía lo que pasaba en el mundo y no me daba cuenta de que me pasaba a mí”.
La mirada dulce, pero firme, de un par de ojos color almendra le dieron el empujón que faltaba. Graciela cruzó a Silvi -Silvina Tealdi-, la dueña de los ojos almendra, en una reunión. “La vi y dije con esta mujer voy a pasar el resto de mi vida”. Quedaron en almorzar en una cantina de Palermo y nunca más se separaron. Quedaba lo peor: explicitar la situación.
Graciela habló con su marido. “Le dije que me quería divorciar, pero no me animé en ese momento a decirle el motivo real. Después, de a poco, lo fui blanqueando y hoy tenemos una buena relación”. Se fue a vivir con sus hijas “dejarlas no se me pasaba por la cabeza”- a un departamento con Silvi. “¡Qué felicidad por Dios! Volaba para llegar a casa, cuando antes daba vueltas para demorar la vuelta. Me sentía plena”.
La mirada de los otros
Las cosas se fueron dando solas. “Mis hijas fueron las primeras en entenderme. Cuando fueron más grandes les pregunté si les molestaba que viviera con una mujer y me contestaron que no, porque Silvi es divina. Hoy, para el Día de la Madre, ellas compran dos regalos”.
En cambio, a sus padres se animó a contarles recién un año después. Parecía que ellos nunca habían percibido ninguna señal: “Mirá cómo será que actúa la negación, que no lo podían creer, a pesar de que venían a visitarme y veían que vivíamos juntas. Finalmente terminaron por aceptarlo y me pudieron comprender”.
De su vida anterior conservó pocos afectos. Una de las situaciones más elocuentes de lo que puede causar la noticia la vivió con un amigo. “No me vas a decir que te hiciste lesbiana”, dice que le dijo, después de su divorcio. “Le contesté, ‘bueno, si querés no te lo digo’. No lo volví a ver más”.
El cambio en la vida de Graciela incluyó un nuevo trabajo y hasta una nueva carrera: empezó a estudiar Psicología, dejó la Ingeniería y fundó la ONG Puerta Abierta, para ayudar a que otras mujeres no la pasen tan mal como ella. Actualmente, sigue viviendo con Silvina y sus hijas, ejerce como psicóloga y dedica su vida a ayudar a otras mujeres a salir del closet.
Cuando se le pregunta si le hubiera gustado poder decir antes lo que le pasaba, Graciela se queda pensando un segundo, como si repasara cada una de las escenas que se eslabonaron a lo largo de su historia. Por fin, con una sonrisa serena, reitera el interrogante y reconoce: “¿Si me hubiera gustado poder decirlo antes? Y…quizás, sí, para hacer sufrir un poco menos a los demás, pero lo cierto es que no reniego de esa vida anterior. Esa es la vida que me dio dos hijas hermosas y me permitió conocer al amor de mi vida… ¿Qué más puedo pedir?”